Ayer me junté con mis besties y, entre el pelambre a conocidos comunes (o no) y el nuevo concurso "¿Quién quiere tener la vida más miserable?", hicimos un paréntesis para comentar la segunda película de El Hobbit. Como la idea central de este post no es rasgar vestiduras por el relleno ordinario de esta película que esperaba con ilusión y ojitos brillantes, solo voy a dejarles una lista de títulos alternativos que se me ocurrieron antes de pasar a nuestro tema de esta noche. Se la pueden saltar si no la vieron, o no leyeron los libros, o si quieren saltársela:
- Las aventuras de Bardo y familia.
- Los caballeros las prefieren colorinas.
- Esgaroth contra el alcalde inventado.
- Orcos: Re-evolution.
- ¿Quién no odia a Thranduil?
- El elfo: La sobreaparición de Legolas.
- ¡Hey! ¿Dónde está mi hobbit?
El punto es que esta no es la primera cochinada que me hace Peter Jackson y creo que no podré sentirme plena hasta que lo denuncie públicamente. En mi tierna pubertad, conocí el maravilloso mundo creado por Tolkien gracias a la (para mí absolutamente marciana) costumbre de mi hermano de tener libros en baño. O sea, no los llevaba, los tenía ahí tirados por meses, cosa que a mis cortos 10 años ya me daba un ocasional ataque TOC anoquéatrósevanahumedecer. Así que un día agarré el libro gordo ese que tenía un paisaje osom y un mago en la portada y me lo robé... de hecho, está en el librero del living, gracias, hermanito :)
Desde entonces quedé pegada como chicle a suela con el mundo de Tolkien, así que a nadie le sorprenderá que haya ido al estreno de las 3 películas de El Señor de los Anillos (para los curiosos, no, no fui disfrazada). Y, como mis amigos no compartían el fanatismo, fue en una de estas señaladísimas ocasiones -como a los 13 o 14- que me tocó ir sola al cine por primera vez. O al menos llegué sola, porque en la cola afuera del cine me empecé a hacer ojitos con un muchacho que ya en la segunda fila, dentro, se acercó a hablarme. Vimos la película juntos y después tuvimos una improvisada cita comiendo dulces y mirando las cosas LOTR-related que había en el hall del cine Hoyts. Intercambiamos mail, teléfono y nos despedimos. Hasta aquí, una dulce historia de romance adolescente.
Entonces llegó la segunda salida.
En ese tiempo iba los sábados en la mañana al taller de teatro que había en el colegio de un amigo, así que le pedí al chiquillo este, que mantendré en el anonimato básicamente porque no me acuerdo de su nombre, que me fuera a buscar allá a la salida. Obviamente la idea era que mis amigos del taller pudieran verlo y pelar opinar después. Craso error. En cuanto vi la figura flacuchenta con unos anteojos de sol que antes había encontrado shúper misteriosos y ahora solo parecían haber sido robados a su moribundo abuelo flaite, sospeché que había puesto alguna droga en mi pop-corn o que me había intoxicado con coca-cola cuando lo conocí. No había otra explicación para que se me hubiera ocurrido la peregrina idea de volver a encontrarme voluntariamente con la persona más fome, desabrida y sin conversación del hemisferio sur. Onda, me repelía tanto que hasta su olor lo encontré desagradable -no era hediondo así tupper-sucio-encontrado-en-un-bolso-una-semana-después-hediondo, solo me molestaba- y cuando me trataba de abrazar solo pensaba en que la piel de sus brazos de hilito parecía la de un ahogado, por lo blanca y blanduchenta. Gross.
Ni siquiera voy a detallar la fracasada cita, porque debo haber bloqueado los detalles. Solo contarles que tipo 12, cuando mi familia debía estar haciendo sobremesa del desayuno, me escapé jurando que tenía que ir a almorzar. Pasé medio camino a mi casa gritando "¡DEJA DE SEGUIRME!" después de que tratara de darme un beso como respuesta a nuestro no muy mutuo acuerdo de no vernos más.
Como un mes después, humanoide, que se había tomado literal lo de que el show debe continuar, me llamó. ¿Para decirme que sorry por despedirse acosadoramente? ¿Para confesar entre lágrimas que su vida no tenía sentido sin mí? ¿Para decirme que se me había quedado un chaleco en su bolso? No, señores; el paaaaahbrecito me llamó como último recurso para salir de una desesperada crisis vital. Resulta, me contó, que desde que nos habíamos visto por segundayúltimavez, todo le había salido mal en su vida. Por eso, le pareció lo más razonable -porque, cito: "como eres gótica y te gustan los vampiros"- preguntarme si le había hecho magia negra...
No lo estoy inventando. MAGIA NEGRA, POH, HUEÓN.
Debería haberle dado instrucciones para sacar el gallo muerto que había enterrado en su patio a medianoche, pero en el momento quedé tan shockeada por la estupidez humana que no se me ocurrió.
Obviamente ahí fue que, sin darme cuenta de la relación en mi inocencia juvenil, empecé a decirle al cuco "mi tío Sata". Como en:
- Oye, Camiji, ¿de qué era el trabajo de religión que hay que entregar mañana?
- De esa parte donde Jesús va al desierto y mi tío Sata lo tienta.
Evidente, da-ah.
Menos debería haberme sorprendido que años después un amigo, que le pone nombres de animales a todo el mundo, decidiera que no había ningún animal que me reflejara y empezara a decirme diabla, demonia, satánica o Satan-in-a-dress. Debo decir que en cierto grupo de gente el chiste pegó y todavía prefieren decirme así antes que por mi nombre.
Mi amigo dice que me veo así. |
Así que, gracias, Peter Jackson, por no solo hacerme botar plata para ir a ver tu invento que no se parece nada a El Hobbit en 3D, sino que cargarme con una colita en punta de flecha por la eternidad. La dura, te pasaste.
P.D. Mi sobrina mayor, cuando tenía como 4 años, me dijo que yo tenía el alma negra. No comments. Bueno, ustedes sí hagan comments y compartan, o voy a sacrificar vírgenes en su mesa del comedor.